miércoles, 28 de mayo de 2014

 
 Mi objetivo matutino de hoy era escanear algunos dibujos en una gráfica cercana a mi hogar. Salí de casa un poco dormida, con mi mochila de Jem and the Hollograms repleta de objetos innecesarios y una carpeta tamaño oficio que albergaba varios dibujos míos. No sé si será porque estoy enamorada,o, por ese maldito defecto de distraerme con perros que tienen la cola peluda, pero a las diez cuadras descubrí que había perdido en algún sitio desconocido a mi carpeta rellena de dibujos. Entre la desesperación y la autocrítica, recordé cuando mis padres, a mis seis años, me mandaban a una psicólogga que secuestraba mis dibujos. La odiaba tanto, tanto, que le pregunté al padre de una compañerita si le podía hacer juicio por robo; me dijo que no. Por suerte, o, tal vez, en consecuencia a mis escándalos infantiles, a las pocas semanas recuperé esos dibujos que tanto extrañaba y quería. La carpeta oficio con el contenido tan preciado también la recuperé; estaba refugiada en las manos de la empleada de la lavandería. Cuando llegué sin aliento al negocio, ella me dijo: "muy lindos dibujos. El que más me gusta es el de la nena con el conejo grande". En honor a la señora que cuida de mi ropa y, ahora también, de mis obras, comparto este dibujo. Buen día para todos.



sábado, 12 de octubre de 2013

La imaginación al poder






La Real academia Española define a la imaginación como la facultad del alma que representa las imágenes de las cosas reales o ideales. Es extraño encontrar en el diccionario, objeto que tiende a señalar lo concreto y tangible, una descripción que incluya una palabra tan abstracta y poética como “alma”. ¿La imaginación no es producida por nuestro cerebro? ¿Por qué el diccionario afirma que es una capacidad del “alma”? A pesar que la significación del concepto se encuentre errada -o tenga el carácter de discutible- , me genera un gran placer que el diccionario se ponga sensiblero y profundo. En el fondo, la Real Academia Española también tiene sentimientos. El mundo de Bobby es, sin lugar a dudas, el dibujo animado que mejor ha captado la esencia de un niño. El motivo por el que lo veía es porque sentía que ver a Bobby era como mirarme al espejo: su amplia capacidad de imaginación lograba que viaje -con su pequeño triciclo- al destino anhelado: del espacio a la profundidades del mar, de la selva al Caribe, y de la angustia a la felicidad. El mundo de Bobby refleja la libertad inconciente infantil de atravesar la vida como una gran aventura, sin miedo a las consecuencias de sus actos. Y al volverlo a ver -con 27 años- , reparo en todo lo que perdemos al convertirnos en adultos. Los “mayores” catalogan a los niños como seres humanos que tienen muchos miedos pero, en realidad, cuando uno crece se da cuenta que esa afirmación es una cretina mentira: los niños son los verdaderos valientes. Los únicos que viven asfixiados y limitados por sus miedos son los adultos. Los adultos conviven con el miedo noche y día, pero están tan acostumbrados a esa forma de vida que olvidan que vivir no significa sobrevivir.


El primer episodio de la serie creada por Howie Mandel fue emitido el 8 de Septiembre de 1990 y se mantuvo en pantalla hasta 1998, 80 episodios en un período de ocho años. En Argentina conocimos a Bobby por la popularidad que ganó en el canal The Big Channel y, también, por los episodios que transmitía Canal 13. En cada capítulo de media hora, Bobby nos enseñaba -como un hermano mayor- distintas recetas para manipular a los adultos. Su aspecto era muy caricaturesco: Lucía un envase muy pequeño pero sus pies y su cabeza eran gigantes, totalmente desproporcionadas con respecto a su diminuto cuerpo. Pero, ojo, no era cabezón solamente para generar ternura en el espectador, ese sobredimensionado cráneo protegía a su cerebro superdotado porque Bobby fue, es y siempre será un maldito genio. La reacción era instantánea: cuando escuchaba esa adictiva melodía que compuso John Tesh y Michael Hanna para la cortina musical del programa, mi estómago producía una superpoblación de mariposas que aleteaban por mi sistema digestivo, viajando desde la profundidad de mis fantasías hasta la fragilidad de mi corazón. El programa estaba construido con la intención de obligar al espectador a abandonar su vida por media hora, para poder poseer el cuerpito del pequeño Bobby. Los planos eran subjetivos –pura ocularización interna- y muchas “posiciones de cámara” eran contrapicadas ya que nosotros veíamos el mundo a través de los ojos –y la altura- de Bobby. Y como todo niño, el universo lo constituía su familia: sus padres, sus hermanos y su amado tío Ted.


Uno de mis capítulos favoritos era “Un día con papá”. El episodio comenzaba con una escena en dónde Bobby miraba –con su peludo perro Roger- un programa de dibujos animados en la televisión, confirmando lo autoconsciente que era la serie –la T.V. dentro de la T.V como el cine dentro del cine. Cuando termina “Las aventuras del capitán Rescate”, Bobby se hipnotiza al ver a Peter Potter –una especie de vendedor de productos de “Llame ya!” que conduce un programa llamado Legumilandia- ofreciendo con adornos y guirnaldas –para no decir con un notable chamullo- un objeto ridículo e innecesario con reminiscencias a Sprayette. En definitiva, vendía fantasías inverosímiles que solo podía creerlas viables un niño –o un adulto muy crédulo y de coeficiente bajo-con mucha imaginación. Peter Potter era –además del padre de un amiguito- uno de sus ídolos, tal era su admiración que tenía un poster de la celebridad en la pared de su dormitorio. Y como buen fan, Bobby decide jugar a crear inventos como el conductor y, obviamente, produce un gras caos en la cocina provocando un violento tsunami de líquidos variados que empapan a su madre cuando explota la aspiradora. Su madre lo reta y le propone que pase el día con su padre –para sacárselo de encima, hablemos claro. “Aquí estás hijo. Te tengo reservada para hoy una gran sorpresa”, le dice el padre - ¿no es un calco de Pocho, la pantera?- cuando ve llegar a Bobby a la cochera. El niño, con carita de ilusionado, le pregunta si lo va a llevar a Legumilandia. “Claro que podemos hacerlo, ¿pero sabes lo que haremos primero? ¡Vendrá el tío Ted y vamos a dejarlo arreglar el apagador descompuesto del baño!”, le grita excitado su padre. Entonces nace la primera frase lúcida y fantástica de mi ídolo Bobby: “¿Por qué creerán los padres que diciendo muy fuerte algo muy aburrido sonará divertido?”, nos pregunta Bobby rompiendo la cuarta pared como si fuera Woody Allen. Bobby presidente!. Sus reflexiones infantiles eran magníficas, él ocupaba el lugar de nuestro amigo invisible comprensivo e incondicional. Aquel que entendía la tragedia que significa ser niño y la angustia de no poder gozar de la “supuesta” autonomía, debiendo obedecer ,día y noche, los caprichos de un adulto hombre y otro mujer que justificaban su poder con la excusa de “es por tu bien”. En la siguiente escena, nos situamos en el baño y, a través de la mirada de Bobby, observamos lo inútiles que son el padre y el tío Ted arreglando el desperfecto, jugando a ser electricistas como si fueran niños. Y aquí viene la segunda brillante frase del programa: “Los electricistas siempre traen su pantalón así”, dice Bobby –con su inocente voz- al bajarse los pantalones exhibiendo la raya del culo. Pero Bobby es niño, y también es inocente. Cuando su padre lo manda a buscar la pinza – la perforadora de gusanos para Bobby- , el niño se alegra: “Qué divertido, papá y el tio Ted me necesitan”. Bobby se sentía querido y valorado al pensar que le era útil a los adultos. ¿Alguna vez repararon que cuando eramos niños nos exprimían hasta el cansancio? Nos mandaban a hacer mandados, a transmitir mensajes de familiar en familiar –“decile al tío Pepe que a la noche vamos a comer afuera, que se bañe temprano”- , a buscar el control remoto, a ver si llueve, etc. Pero Bobby no se daba por vencido, él sólo quería ir a Legumilandia y todo el mundo sabe que cuando a un niño se le mete algo en la cabeza, hará hasta lo imposible por concretarlo. Bobby ejecuta el plan perfecto: lleva a su amigo Pity –el hijo de Peter Potter- al baño en problemas para acelerar la visita al espacio deseado. Comienza el apriete: “El papá de Pity nos invito a verlo a Legumilandia. ¿Ya son las 3?¿ Podemos irnos?. Ay papá, por favor. Pity también quiere ir”. Bobby mira con una expresión pilla –guiñó, guiño- a la cámara, y escupe la tercera gran frase: ” Los papás nunca pueden decir que no cuando estás con un amigo”. Dios mío, este niño la tenía muy clara y nos transmitía generosamente su amplia sabiduría infantil : “cómo extorsionar a tu propio padre en tan sólo cinco minutos”. El tema nunca fue lo importante en El mundo de Bobby, lo valioso era la tesis: la mentalidad de un niño es sumamente superior a la de un adulto, en su sensibilidad e inteligencia se encuentra el potencial para dominar al mundo. O sea, a su familia. Y el padre salía perdiendo ya que aceptaba resignado y procedía a llevarlos en su auto a los dos enanos. En el automóvil, Bobby expresaba la pregunta tan temida y odiada por los adultos: “¿Ya llegamos?” Comentario a cámara: “Soy un niño, tengo que preguntar”. ¿Qué están esperando para editar el libro de la filosofía de Bobby con su sublimes pensamientos?. Lo mejor de todo el capítulo era que Mandel exponía al padre de Bobby y al tío Ted fracasando en el arreglo de la lámpara del baño. Rompían, ensuciaban y no lograban resolver nada. “Pa, tal vez necesite una bombilla nueva”, les dice Bobby extendiendo su mano con el foquito. Y es los niños son muy superiores a los adultos ya que no sólo son eficientes, son talentosos. La intervención de Bobby evidencia como los adultos complican una situación que es meramente simple, perdiendo por completo el sentido común, enredándose en su propia neurosis. Pero lo más relevante de la estructura del episodio era exponer la idealización de Bobby al sujeto de la TV –que desplazaba el lugar de héroe de su padre-, hasta producir el conflicto: la primera desilusión de Bobby. Al comprobar que Peter Potter era muy limitado como padre –jamás le prestaba atención a su hijo- Bobby comprende que su padre es muy superior a ese hombre, devolviéndole el trono de héroe. El mundo de Bobby ponía siempre el foco en el dolor que causan las desilusiones, tanto en los niños como en los grandes.


Repasemos otro ejemplo: en el episodio “La novia de Ted” vuelve a reflejar este conflicto pero vivido por un adulto. Ted, el tío compinche, presenta a su novia en la familia y Bobby se siente celoso, excluido. La pareja se encuentra pololeando en la mesa, el anti-galán le anuncia amorosamente a su novia Constance que van a ver al cine Amor sin barreras 2 –gran chiste. Bobby los mira, esperando que lo lleven al paseo pero esta vez, el niño es rechazado. “No va a llevarme. Es grave”, dice Bobby con carita de perro mojado cuando su tío le aclara que él no está invitado a la salida. Luego de una elipsis, el niño escucha una conversación que tienen sus padres: “Esta casa pronto se llenaría de piecitos”, dice ilusionada su madre. “¿La casa llena de piecitos?”, pregunta desorientado el niño cabezón mientras se imagina una nube tormentosa en medio del living que, luego de un trueno, escupe piecitos en vez de gotas de agua. Y la madre remata: “Cómo me gustaría ver a Ted teniendo bebes”. “Creí que sólo las mamás tenían bebes…”, nos dice Bobby. En el plano siguiente, la imaginación de Bobby construye la puesta en escena de un hospital: Ted acostado en una cama, luego de haber dado a luz a varios Tedditos –son mini-Ted, incluso con la horrible camisa amarilla de corazones rojos. El padre parturiento mira a sus bebes y les dice: “De ahora en adelante guardaré mis cosquillas sólo para ustedes”. “¿Y a mi qué?”, grita desconsolado Bobby tras el vidrio que lo separa de la sala –y de su tío Ted. Tema complejo: los celos infantiles, que no quieren decir que sean los de un niño. Los celos infantiles los sufren niños y adultos, hombres y mujeres. Bobby siente una grave amenaza ante la presencia de la novia de Ted, sea teniendo sus propios hijos o simplemente por la alianza que tiene la pareja, dejándolo afuera. Luego de otra elipsis, vemos a Bobby acostado en su cama, abandonando el plano consciente para sumergirse en una pesadilla reveladora: una bruja –con aspecto muy similar a la novia de Ted- entra montada a un contenedor de palos de golf –simbolizando a la escoba- por la ventana del cuarto de Bobby y lo asusta. Por la puerta ingresa Ted a salvarlo a su amado sobrino, pero la bruja produce una pócima para hechizar a Ted . De la fórmula salen unos brazos fantasmales que lo envuelven al tío, quitándole su autonomía: “Lo que digas, mi amor”, dice tío Ted caminando como Frankenstein. Bobby se despierta y corre desesperadamente a buscar la contención de su madre, baja las escaleras y llega a la cocina. Le cuenta a su madre lo que le pasa y le advierte que tío el Ted no puede casarse con su novia porque es una bruja y a él no le gusta. ¿Por qué los adultos no toman en serio a los niños? ¡Ilusos!. Su madre le propone ir al centro comercial así toma un poco de aire. Bobby mira a cámara y nos pregunta: ¿Por qué las mamás cambian de tema cuando no quieren hablar de las cosas? La siguiente escena es en el shopping, Bobby está amarrado a una correa –desde la cintura- que maneja su hermano mientras juega a un video-juego. El niño, triste, mira a su alrededor: todo le recuerda a su tío Ted. Y, de repente, ve a la bruja, digo, a la novia de Ted, entrar al local favorito de su tío –uno que vende esas camisas hawaianas espantosas que usa. La espía por el vidrio y descubre que la mujer lleva varios productos del local sin pagar. “Vaya, no sólo es una bruja, también es delincuente”, dice Bobby con sus cejas fruncidas. Luego de una elipsis, la escena se sitúa en la cocina: Bobby le informa a sus padres que Constance es una ladrona. Los mayores no le creen , no lo escuchan, de nuevo los ilusos no lo toman en serio. Justifican todo con sus celos y el poder de su imaginación. Más tarde, todos se sientan alrededor de la T.V. a ver un programa policial. “Esta noche buscamos a la famosa ladrona de tiendas Constance (…) Esta mujer es conocida como dedos de seda azul”, dice el conductor mientras muestra una foto de la novia de Ted. En este caso, el que sufría la desilusión era un adulto, y como siempre el que descubría el engaño, las mentiras, era Bobby, el niño. El capítulo finalizaba con ese epílogo que siempre tenía el programa: Bobby junto a su padre de carne y hueso -nunca me gustó demasiada esa mezcla-, despidiéndose de los fanáticos televidentes de baja estatura. “Bueno, es el final del programa. Es hora de decir adiós, ¿no te parece, Bobby? ”, le dice su padre. “Sabes, yo detesto decir adiós”, dice Bobby con cara de deprimido. “Entonces por qué no decimos…elefante”. Aliviado y sonriente, alza su mano al grito de “Elefante!”. Si un niño saluda diciendo la palabra elefante en vez de adiós es ingenioso y tierno. Si lo dice un adulto es un demente, un loco que debe ser internado y enjaulado por quebrar las leyes “lógicas” de una sociedad civilizada. Es realmente injusto. “¿Qué querés ser cuando seas grande?¨, me preguntó mi padre cuando mis años cabían en una sola mano. “Niña” tendría que haberle respondido. Niña…
  Convivir con un conejo virgen...



viernes, 4 de octubre de 2013


El patetismo heroico
















































 
Qué le pasa a usted Mr. Hipo? Hip!.

Ese hipo no lo puede curar.

Hace tiempo que empezó ese hipo. Hip!.

Lo tenía antes de nacer


Cuando iba a la escuela

Más tarde en la colimba…

También bajo la lluvia

Y en un jardín florido…


Mr Hipo siempre con su hipo (Hip)

Hipo (Hip)

Hipo (Hip)

Hipo (Hip)


No quiero pecar de exagerada pero tener hipo cuando uno es adulto es una verdadera tragedia. Cuando los niños emiten ese divertido sonido, los mayores se lo festejan; pero cuando uno crece y deja de tener a esos seres humanos que lo miran con ternura, sufre la llamada discriminación a causa de la vergüenza ajena. Aclaración: tener hipo no es lo mismo que tirarse un eructo o dejar escapar un pedo. ¿Por qué los seres humanos miran mal a una persona que sufre espasmos involuntarios en su diafragma? Y, de hecho, ¿por qué se empecinan persistentemente con quitártelo: “¡Levantá los brazos!”. “¡No respires por un minuto!”. “¡Tomá mucha agua!. ¡Y sin respirar!”. Y si quiero vivir mi vida entera con mi melódico y simpático hipo como Mr Hipo, ¿cuál es el problema?

Mr. Hipo fue creado en 1983 por el estudio italiano Italtoons Corporation bajo la dirección de Guido Manuli. No era una serie sino un conjunto de cortometrajes de cinco minutos que emitían entre programa y programa en ese canal infantil tan noventoso conocido como The Big Channel. A pesar de que Mr Hipo llegó a tener 39 episodios, el canal siempre repetía los mismos cinco. No obstante, uno nunca perdía la esperanza y cada vez que escuchaba la pegajosa cortina musical, corría al televisor, esperando ver un capítulo inédito como nos sigue sucediendo con El Chavo del 8. Mi amor por Mr Hipo era tan inmenso que me quedaba pegada a la caja boba prediciendo lo que viviría. Igualmente debemos reconocer que la idea no es para nada original; la construcción del personaje y la estética del dibujo tienen claras influencias del estudio UPA, creador de Mr. Magoo. El legado es palpable: un protagonista raro, distinto a los demás, padeciendo una limitación física que lo obliga a sufrir distintas situaciones catastróficas que siempre finalizarán con un final feliz. El acento está puesto en el slapstick, el humor es puramente físico porque los cortometrajes son mudos. Su apariencia se alejaba a años luz de un galán de telenovela colombiana. Petiso y de nariz prominente, con una piel tan blanca que resucitaba nuestra trauma a los mimos. Lucía un sombrero de copetín y vestía una camisa rosada -ahorcada por una corbata rayada- que rozaba el piso, ocultando sus desconocidos pies. La estructura de la serie era simple pero efectiva: Mr. Hipo sufría hipo crónico y esta limitación provocaba que se involucre en distintos conflictos, alterando el orden y generando caos debido a la falta de control sobre su propio cuerpo. Con cada espasmo involuntario que sufría su diafragma, Mr Hipo saltaba a lo alto y a lo largo, una longitud considerable. Finalmente, el resorte invisible que tenía en sus pies y lo hacía desplazarse de un lado a otro, lograba convertirlo en un héroe, rescatando –sin intención alguna- el globo atascado de un niño, un gato panicoso de un árbol o una frágil y dependiente señora de la cuarta edad.

Lo interesante es que jamás se justificaba la razón del hipo del personaje, era un mal que lo aquejaba desde su primer hogar –el vientre materno-, y lo acompañaría hasta su vejez sin solución posible. Mr. Hipo no es el único que sufre de hipo persistente, este mal le afecta a uno un individuo de cada 100.000, como síntoma de otra enfermedad más grave. El record máximo –después de Mr. Hipo, claro- lo tiene Charles Osborne (1894-1991), quien sufrió hipo durante 68 años entre 1922 y 1990. El episodio de Mr. Hipo concluía siempre de la misma manera, con la puesta en escena de un mito –cada capítulo exponía uno distinto- popular que ilustraba cómo quitarle el hipo a un ser humano. Y como en la vida real, ninguno era funcional al problema, condenando a Mr. Hipo a sufrir un hipo eterno. Tapemos nuestros malos pensamientos con un pequeño sombrero color caca, atemos una corbata rayada a nuestro cuello y homenajeemos a Mr Hipo recitando con amplificador el hermoso sonido que produce la epilepsia del diafragma.